miércoles, 24 de enero de 2018

Fernando Lorenzo - poesía de Mendoza







Mensaje a los jóvenes poetas

Poeta, cuídate. Cuida también la antorcha
si vas a la batalla: la batalla es tiniebla
pero la paz es dura, dura como la sangre coagulada.
No hay en el mundo un hombre que no haya sido niño,
por eso cada guerra es también una vasta trinchera
donde el soldado clama por la leche materna
mientras come en silencio
la pólvora y el plomo,
recordando aquel vientre ya enterrado.
Cuida tus manos, hechas con finísimo polvo de harina y oro.
No te las cortes, no te las cortes en el amor para hundirlas
como golondrinas que divisan ya el mar
en el cuerpo extendido a tu lado, que excede
los límites del país donde amas.
Toda cama es de piedra.
Gasta tus manos solamente como cantos rodados hasta que
llegue el día
y el sol te aparte de ese cuerpo, te separe,
corte tu beso en dos sin que sangren los labios.
Cuida tu frente, último muro hacia arriba, muralla sitiada.
Lo que tus enemigos buscan desde el comienzo de los tiempos,
cuando todo era azul y nadie nos miraba exisitir,
sólo dioses hambrientos.
No los dejes trepar con sus patas hendidas,
defiende tu frente, ese hueso donde todo es espanto,
donde la vida y la muerte son espanto.
Cuida tu frente, bajo la cual vive enterrada en vida
tu infancia.
Tu frente, también vela de tu barco.
Cuida tu cuerpo, esa llaga vestida, armoniosa y sumada,
contraluz y paciencia de la luz,
maraña que ata y desata el viento...y las palabras.
Cuida esa perfección, ese dolor que investiga el deseo.
Cuida tu cuerpo que duerme, que se acuesta, que se levanta,
que va y no vuelve nunca igual a sí mismo, que te ronda,
despierta y confunde lo soñado y lo vivido,
que envejece sin ruido entre los objetos eternos.
Cuida tu cuerpo desnudo y cuida el cuerpo desnudo que amas:
serán tu paz necesaria y tu guerra dichosa.
Son, uno junto al otro,
la tierra y el mar soldados por un aro de fuego,
mientras los ojos ofician de estrellas en la noche perfecta.
Cuida al fin tus palabras. Porque has venido al mundo
a soplar al oído de los hombres
la tempestad y su cortejo de cristales partidos,
los días quemados sin objeto,
el último sabor de una lágrimas. Has venido a soplar
sobre la cerradura de la muerte,
sobre el vino humano tierno, dócil a la boca
-hermano callado de la pena que andamos divulgando-
sobre la cabecera de la cama
-reunión de tantas cosas-
sobre el fuego que amenaza apagarse,
sobre los árboles más altos...
Has venido a soplar sobre la sombra que va cubriendo el mundo
las últimas monedas de los dioses.
Y cuida tus lágrimas. No las gastes en ojos.
No derroches esa agua preciosa en amores perdidos.
Guárdala para el día en que pactes con la tierra.
El día, la hora y el instante
del aliento final, entre las sábanas,
cuando la necesites para la sed final, que llega entre sedientas
amapolas.





El Fuego

Un día bajé al cuerpo como a un sepulcro vivo
y era la vida apenas una onda
y un domador cruel.
El amor existía
bajo esa forma rudimentaria de la piedra y su
sombra
Pero la llama estaba. Madura, a la intemperie,
inmutable, en su trono.

Ancha, benigna llama madre nuestra ciega,
rostro abierto a la noche y alarido
que no puede morir porque ni aún vive,
cabellera que pone la humanidad traslúcida:
se ve el bautismo adentro como un charco cubierto
por las hojas,
se ve el tigre de gruesas venas transparentes
bramando,
se le ve el hombre el hilo con que Dios lo maneja.

Alrededor de la cintura el fuego:
mi cintura y el fuego como un hambre.



 

El  agua
De arriba vino lluvia: persistía
la nieve aún en círculos gigantes sobre el liquen,
la estatuaria, el armo,
y se abría el carozo como un labio
a recoger la altura con el agua;
mientras como vestida para la muerte, la cala,
con su espita amarilla de beber la armonía,
salió a encontrar la fábula del mundo.

Oh, corazón, sal a mirar tanta dulzura,
tanta música tuya en el espacio:
las manos como peces, la espalda, el corazón,
brazos que juegan a nacer, que va a hablar,
y dice la rosa y gira, oh, corazón,
sal a mirar cómo gira hasta la perla pura inmóvil el
hombre
porque el pan ha crecido
y el costado del pan, junto a la lanza,
ha dado a la luz la espiga nuevamente.
La paloma y su eje con el pecho mojado.




El día

Es azul o violeta el día que se levanta.
El corazón recomienza su pequeño estruendo.
En mi ciudad todos seguimos conociendo el
Ilusorio poema de la vida. Alguien deserta,
alguien se incorpora al coro
con gritos que estremecen la placenta
y los caireles de la lámpara.
Una mujer, un hombre, un árbol hacia arriba,
un nido seco, un perro, un sapo, un caballo,
la ola de dolor en la garganta, la fiebre
de los ríos, la pantera en su casa del zoológico,
el armamento verde de la primavera,
los átomos dispersos y la tristeza unida,
el caliente estertor de los rincones donde
jugaron niños que se fueron,
la gente en la vereda, el alcohol, la comida,
el brusco sueño, el demorado insomnio,
los dedos de la mano en procesión hacia lo
necesario,
el terciopelo cabalgado de la noche volando
con astucia de muerte.


Fernando Lorenzo (Mendoza, Argentina)
poeta, narrador, dramaturgo

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